Transhumanismo, libertad y proyecto personal
La historia de la humanidad se puede escribir como un intento por alcanzar su propia libertad. El mito de Prometeo ya lo plantea de este modo cuando dibuja al titán robándole el fuego a los dioses para dárselo a los desvalidos humanos.
En el Renacimiento, Pico della Mirandola escribió el Discurso sobre la dignidad del hombre, en el que planteaba que, aun cuando los seres humanos eran creaciones divinas, no existía un plan concebido o una idea predeterminada de lo que debían ser. Por el contrario, en función de su comportamiento y las habilidades que cultivase, este podría convertirse en cualquier cosa. La Ilustración fue descrita por Kant como un movimiento cuyo objetivo era conseguir que las personas fueran capaces de dirigirse en la vida sin necesidad del entendimiento del otro. En el siglo XX, los existencialistas de corte ateo como Sartre disolvían la relación entre un creador y la especie humana, asegurando que los seres humanos eran únicamente aquello que se hacían a sí mismos.
En la actualidad, el pensamiento transhumanista podría considerarse la continuación de este relato. Este movimiento filosófico, cuya fundación se ha asignado a Max More, David Pearce y Nick Bostrom, promueve la posibilidad de mejorar a los seres humanos mediante la tecnología. No simplemente curar enfermedades o reparar órganos heridos, sino ampliar las capacidades de las personas con el objetivo de hacerlas inmunes a determinados males, prolongarles la vida de forma indefinida o equiparlos con dispositivos que amplíen sus sentidos naturales. Famoso es el caso de Neil Harbisson, el cual, gracias a un receptor conectado a su cerebro, es capaz de percibir colores fuera del espectro humano. También Neuralink, la empresa de Elon Musk y su proyecto de implantes cerebrales podría considerarse un claro ejemplo de esto.

A primera vista, parece no existir una contradicción entre el espíritu prometeico y las ideas transhumanistas. Seremos aquello que deseemos ser y, realmente, seremos aquello que nos hagamos a nosotros mismos a través de la ciencia y la tecnología. Sin embargo, un vistazo al pensamiento de Ortega y Gasset puede ayudarnos a encontrar algunas dificultades para encajarlo en el relato de la gran emancipación humana.
Para José Ortega y Gasset la condición humana era, precisamente, la de ser siempre proyecto uno mismo. Es decir, la vida humana se diferenciaba del resto en que las personas tenemos la capacidad de imaginar lo que querríamos ser y, en función de esta idea creada por nosotros mismos, generamos un proyecto de vida. Por eso, siempre somos seres inacabados, pues nuestra vida es, en todo momento, el intento de ser algo diferente a lo que somos.
Pero lo realmente importante de esto es que dicho proyecto es una responsabilidad individual. La vida es algo de cada uno. Propia e intransferible. No podemos hacer que sea otro quien viva nuestra vida ni podemos trasladar nuestra responsabilidad a instancias ajenas a nosotros. Incluso cuando demos nuestra libertad a alguien o cuando juremos obediencia a un código, esa habrá sido una decisión propia.
«El hombre, cada hombre, tiene que decidir en cada instante lo que va a ser en el siguiente. Esta decisión es intransferible: nadie puede sustituirme en la faena de decidirme, de decidir mi vida. Cuando me pongo en manos de otro, soy yo quien ha decidido y sigue decidiendo que él me dirija: no transfiero, pues, la decisión, sino tan solo su mecanismo.»
Esta idea, que incluso puede parecer de Perogrullo, choca con lo que Antonio Diéguez en su libro Transhumanismo llama el “imperativo de mejoramiento”. Según esta idea, los argumentos en contra poco podrán hacer para detener la posibilidad imaginada por nosotros de prolongar nuestra vida, sobreponernos a enfermedades incurables o ampliar nuestras capacidades cognitivas y mentales. Con el tiempo, solo la posibilidad de que esto esté a nuestro alcance será suficiente para que termine ocurriendo. Es inevitable que, como especie, los seres humanos terminemos siendo algo diferente a lo que somos.
Sin embargo, el relato de la emancipación humana se quiebra en este punto. Y lo hace porque aún nos quedaría por decidir qué es lo que queremos ser. ¿Será necesario y obligatorio tener acceso constante a internet mediante implantes biónicos? ¿Necesitaremos contar con ciertas mejoras biotecnológicas para poder acceder a determinados puestos sociales? ¿Existirá una seguridad social que cubra las mejoras mínimas que todos los seres humanos debamos recibir? Y lo que es más importante, ¿quién decidirá todas estas cuestiones? Quizá sean los gobiernos, quizá se haga de un modo democrático o quizá sea un equipo de expertos quienes decidan lo que el ser humano habrá de ser a partir de un determinado momento.

Y es aquí donde se encuentra el problema. Porque, si la historia de la humanidad es el relato de cómo los individuos fueron siendo cada vez más libres, el capítulo del transhumanismo puede convertirse en el “plot twist” definitivo del argumento. El proyecto individual de cada persona puede llegar a convertirse en una simple nota al margen de la propia vida o incluso llegar a desaparecer. Si se construye una idea de lo que todos debemos ser, si se elabora un proyecto al que todos debemos aspirar, la libertad humana puede no ser más que una apariencia o poco más que un cuento en el que depositar nuestra desesperada fe.
Si todas nuestras aspiraciones son poseer ciertas mejoras porque nuestras capacidades y pensamientos dependen de ellas, si deja de haber cabida para tener una idea propia de lo que nosotros queremos ser, si los valores que guían nuestras elecciones no se sitúan más allá de las posibilidades tecnológicas, se habrá acabado nuestra capacidad de elección y, por tanto, la vida humana tal y como la describió Ortega. Es más, si el único requisito para implementar mejoras en nuestros cuerpos es que sea posible hacerlo y de ellas dependen nuestras capacidades, razonamientos y decisiones, entonces podría llegar el momento en el que nuestra vida sea realmente vivida por otro.