La técnica y la tecnología son elementos distintivos de la especie humana. Si nos detenemos a analizar el origen de nuestra especie, nos encontramos con que no solo nos diferencian del resto de seres vivos, sino que, en cierto modo, nos definen.

Y esto es así porque hacemos coincidir el surgimiento del género homo con la aparición de los primeros instrumentos líticos. Sin embargo, ¿significa esto que la definición de vida humana se encuentra exclusivamente ligada a la tecnología? ¿Es la tecnología por sí misma un elemento que aporta valor, libertad y dignidad a la vida humana?

Como apunta Donald Cardwell en su Historia de la tecnología, el comienzo de la historia del Homo sapiens tiene su origen en la aparición de los primeros utensilios elaborados por él. No es un criterio arbitrario, pues la posibilidad de que un individuo sea capaz de proyectar mentalmente lo que desea construir y, posteriormente, pueda reproducirlo en la materia, implica una diferencia importante respecto a otros seres vivos. Existen chimpancés capaces de planificar y predecir el resultado de sus acciones en el uso de determinados objetos. Sin embargo, no existe otro ser vivo que haya sido capaz de pasar de una modificación de los materiales del entorno a crear nuevos materiales o dotarlos de características que no poseen en un principio.

Por otro lado, las innovaciones técnicas no han sido el único fruto de nuestra mente. Según explica Harari en Sapiens, gracias a la revolución cognitiva y a medida que abandonábamos las costumbres de los cazadores recolectores, apareció nuestra capacidad de crear y compartir un imaginario colectivo. Lo que esto permitió fue la posibilidad de elaborar mitos y relatos que afianzaran la cohesión del grupo mediante el desarrollo de una identidad común. Otros animales también son capaces de colaborar entre sí. Sin embargo, esta capacidad se restringe a un pequeño número de individuos cercanos, mientras que los humanos creamos acuerdos y redes de colaboración de alcance global.

En definitiva, podríamos diferenciar dos áreas de progreso humano. Por un lado, un progreso técnico, que vendría definido por el perfeccionamiento de los instrumentos construidos y las técnicas para ello. Por otro lado, un progreso social, que nos ha permitido entendernos y alcanzar objetivos impensables para nosotros como individuos. Pero lo interesante de esto es que resultaría imposible decidir cuál de ellos ha tenido más peso en nuestra evolución como especie. El perfeccionamiento de las técnicas de tallado en la piedra vino acompañado de un importante desarrollo cerebral, pero la necesidad de mantener lazos sociales con un número cada vez mayor de individuos fue también decisiva en nuestra evolución como especie.

 A pesar de todo, esto no quiere decir que, a lo largo de la historia, el avance de ambas áreas haya sido armonioso. Es cierto que la búsqueda de conocimiento y el progreso científico ha sido posible gracias tanto a nuestras habilidades técnicas como a la posibilidad de colaborar a escala mundial entre diferentes grupos de investigadores. Sin embargo, la aparición de figuras como la de Mengele en el lado de los nazis hizo darnos cuenta de que la experimentación tiene unos límites. Asimismo, la consecución de la paz es un objetivo que podríamos considerar deseable en todo momento, pero obtenerla mediante el uso de bombas atómicas sobre población civil como en el caso de Hiroshima y Nagasaki plantea muchas dudas sobre los medios empleados… aunque el Doctor Manhattan de Watchmen pudiera tener algo que decir al respecto.

Por esto mismo, la tarea de encontrar situaciones en las que este disenso se encuentra presente en la actualidad debería contar con toda nuestra atención. Pues como acabamos de comprobar, el hecho de que ambas corrientes miren hacia lugares distintos no genera una perspectiva más amplia, sino una distorsión terrorífica de la realidad. Y uno de estos casos de estrabismo histórico podríamos encontrarlo en las diferencias entre la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y la Declaración Transhumanista, cuyo origen se remonta al Manifiesto Transhumano de Natasha Vita-More 1982 y que, tras algunas variaciones, ha sido adoptada por la asociación Humanity+.

Dichas contradicciones quizá no sean muy evidentes, pero esto es debido a que no parecen encontrarse entre sus fines sino entre sus medios. Efectivamente, en una primera lectura de ambos documentos podemos deducir que el objetivo con el que fueron elaborados fue el de preservar la vida humana, así como su dignidad y libertad. Por ejemplo, en el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos se dice que la aspiración más elevada de la humanidad ha de ser “el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias”. Asimismo, en el artículo quinto de la Declaración Transhumanista nos encontramos con el siguiente precepto: «la reducción de riesgos existenciales y el desarrollo de medios para la preservación de la vida y la salud, el alivio del sufrimiento grave y la mejora de la previsión y la sabiduría deberían ser perseguidos como prioridades urgentes y fuertemente financiados».

Sin embargo, podemos situarnos en la encrucijada de dos caminos que comienzan a distanciarse si nos atenemos al artículo tercero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y al artículo primero de la Declaración Transhumanista. Mientras que en aquel leemos la tan citada expresión «toda persona tiene derecho a la vida», en este hallamos que su propuesta consiste en “ampliar el potencial humano superando el envejecimiento, las deficiencias cognitivas, el sufrimiento involuntario y nuestro confinamiento en el planeta Tierra”.

Y es cierto que bien podría parecer que ambas medidas continúan defendiendo la necesidad de erradicar el sufrimiento humano y mejorar nuestras condiciones de vida. Sin embargo, la posibilidad planteada por la Declaración Transhumanista de anteponerse a las limitaciones de la edad rompe cualquier equilibrio posible. Y esto es debido a que la finalidad de evitar los efectos de la edad presupone el intento de eliminación de una de las causas más comunes del fin de la vida, a la cual toda persona tiene derecho según el manifiesto de los derechos humanos.

¿Significa entonces esto que para hacer compatibles la propuesta transhumanista y la de la Asamblea General de las Naciones Unidas deberíamos otorgar a todos los individuos el derecho a una vida libre de envejecimiento? Al fin y al cabo, ¿no estaríamos negándole el derecho a la vida a alguien a quien dejáramos morir por efecto de la edad existiendo un modo de evitarlo? ¿O es que acaso el posible acceso a una vida eterna abriría una brecha entre dos tipos de humanos con una serie de derechos completamente distintos? ¿Sería únicamente el acceso a la tecnología lo que marcaría esta diferencia? ¿O es que acaso nos parecería deseable una distopía al estilo del manga Alita, ángel de combate, donde unos cuantos viven en la ciudad flotante mientras que el resto busca recambios biónicos para sus cuerpos entre los escombros que caen de aquella urbe inalcanzable?

Sea como sea, lo cierto es que, aun cuando ambas propuestas parecen desear un futuro en el que la vida humana sea mejor de lo que lo era en el momento en el que fueron redactadas, parecen seguir senderos completamente distintos. Mientras que la Declaración Universal de los Derechos Humanos transita una ruta basada en las normas morales y la empatía, la Declaración Transhumanista parece haber tomado el camino de nuestras capacidades técnicas y el anhelo de un perfeccionamiento constante. Es como si ambas se encontraran atadas en los extremos opuestos de una misma cuerda y trataran de avanzar dándose la espalda, haciendo que cada paso propio sea un retroceso para su antagonista. 

Sin embargo, no creo que hayamos de considerar una vía más lícita que la otra. Tampoco pienso que sea acertado demonizar el avance tecnológico o tachar de reaccionarios a quienes se acogen a las normas morales. Ni siquiera sería lícito cortar la cuerda que las ata mutuamente para que ambas corrieran de manera descontrolada hacia su objetivo. Después de todo, ¿qué tiene de inmoral buscar prolongar la vida de manera indefinida? ¿Y qué precepto contra el avance tecnológico puede ocultar el derecho a la vida de cualquier persona? Es por esto por lo que nuestra meta no debería ser el de enfrentar ambas visiones o anteponer una a la otra, sino lograr que no pierdan nunca de vista la encrucijada en la que se encuentran, que se den cuenta de están atadas por los pies entre ellas y que hallen el modo de caminar en paralelo. O, mejor aún, que descubran el modo de ensanchar el camino lo suficiente para que ambas puedan transitarlo juntas.